sábado, 19 de mayo de 2012

Karina Pacheco. Cabeza y orquídeas. Lima, Borrador Editores, 2012. 118 pp.

Cabeza y orquídeas es un título extraño que nos abre paso al descubrimiento de una historia que implica más de una sorpresa. Su autora, Karina Pacheco, en las primeras páginas del libro consigue rápidamente lo que muchas novelas tardan o nunca logran alcanzar en un lector: que este se involucre con la trama, que se deje seducir por la atmósfera, que se sumerja en la historia para descubrir lo no dicho que asoma ahí o allá, mientras la narradora supuestamente está concentrada en relatar los preparativos para la celebración de su mayoría de edad. Se va evidenciando que su mundo no solo es acomodado sino realmente privilegiado. Su familia, aparte de ser rica, es poderosa, y, por tanto, es el centro de atracción e interés para una fauna variopinta de políticos, intelectuales, artistas y empresarios, entre otros. Y ella, la segunda de tres hijos, sería también el centro de su familia, la niña mimada que puede gastar una fortuna en ropa y dejar bien establecida su posición social frente a conocidos o amigos con sutiles comentarios acerca de su riqueza o éxito familiar.
Pero también desde las primeras páginas hay una advertencia de que algo podría resquebrajar todo este orden perfecto y feliz que se puede mantener con cincuenta soles de coima y una radiante sonrisa. Esta primera señal de mal agüero es una frase con marcado tinte surrealista que contrasta con el tono objetivo que se emplea a lo largo de la narración: «lo último que vi ese día fue la cabeza de un hombre embutida dentro de una damajuana», como se refiere en la página doce, es decir, en el revés de la primera hoja de la historia. Líneas antes, se hace referencia a las dieciocho orquídeas que recibe la narradora-protagonista de manos de su padre, con lo cual este simboliza con cierto trasfondo sexual la mayoría de edad de la niña de sus ojos. De modo que si bien parte del título queda esclarecido (una novela sobre la madurez, representada en la mayoría de edad que se alcanza a los dieciocho años, con lo cual la persona, en gran parte de países, se convierte en ciudadana), aún queda algo que no calza con el mundo perfecto, armónico y placentero que busca asentar la autora.
En la novela se relata linealmente lo que le acontece a la protagonista desde que despierta hasta lo que descubrirá hacia el final de su fiesta de cumpleaños. En este aspecto de pintar a la protagonista es muy fina y meticulosa Karina Pacheco, sobre todo al marcar cada situación o acontecimiento, a la manera de un diario, en un tiempo que transcurre con tal intensidad y énfasis que parece un personaje más de la historia. Pero lo que podría tomarse como una historia plana, lineal y de final relativamente predecible, de pronto se empieza a interrumpir con recuerdos y reflexiones de la protagonista. Y lo que se percibe en la historia principal, que ocupa alrededor de veinticuatro horas, en un tiempo real parecido al de la famosa serie de televisión, son simplemente las dubitaciones de una chica bien respecto al vestido que se pondrá o sobre si irá a su fiesta fulanito o menganito, las típicas meditaciones frívolas de una hijita de papá que no tiene mayor preocupación material en la vida, como si se tratara del personaje de un novelita rosa. Sin embargo, es en las reflexiones y recuerdos de la narradora-protagonista donde se gesta y macera lo mejor y más denso de la novela. Karina Pacheco no deja pasar la oportunidad para establecer un contrapunto entre la existencia interior y la vida exterior de la protagonista, así como entre su pasado y presente. Incluso entre Lima y su viaje a Piura, de donde proviene su padre.
En este sustrato, la novela contrasta la capital limeña con la vida de provincia. Para una provinciana como Balbina, la trabajadora del hogar de la familia de la protagonista, su meta no es superarse en lo personal sino garantizar la supervivencia de su madre y hermanos. Balbina se sacrifica por su familia y para ello debe apartarse de lo suyo, alejarse de su hogar y terruño. Esta información que obtiene la protagonista la va preparando para su súbita madurez. Otro contraste importante es el de los hermanos de la protagonista. El mayor es impetuoso, banal y disperso; el otro, el menor, se muestra introvertido, responsable y dedicado, solo los une la indiferencia por su familia. La protagonista es una perfecta mezcla de ambos, la raíz de su lucha interna, pero la distingue su preocupación por el grupo familiar, el sentirse identificada con la «abnegación» de su madre y el «sacrificio» de su padre que ella advierte a diario para que la familia goce de tanta fortuna.
Este sustrato, que le otorga una profundidad psicológica a la protagonista, permite hurgar también en diversos temas escabrosos. De manera dosificada, la autora desliza diversos temas relacionados con el racismo, la exclusión, la marginación, la dominación y la subestimación. Y es justamente siguiendo esta ruta de confrontación entre lo que es con lo que debe ser, que la novela se vuelca hacia el plano de desentrañar el misterio familiar, en particular, los orígenes no muy encumbrados, según la protagonista, de su padre. La protagonista-narradora apenas consigue aceptar la verdad que su padre le revela al mostrarle el retrato de Esmeralda… la abuela paterna de ella. Este retrato que llevaba su padre celosamente en la billetera luego será ampliado para ocupar un lugar entre otras fotografías familiares. De hecho, será una incómoda espina en la familia: no hay suficiente dinero ni poder para que parientes y amigos eviten hacerse de la vista gorda ante aquella evidencia que denotaba un oscuro y humilde pasado. Solo un artificio de la madre pudo reordenar lo alterado, al retirar todas las imágenes del primer piso y llevarlas al segundo, en un espacio más íntimo, que los protegería de cualquier impertinencia. En el primer piso solo quedará como símbolo fundacional la fotografía de la boda de los padres de la protagonista.
Esta preocupación por la apariencia tiene sus límites. Lo cierto es que la verdad siempre se las arregla para brotar en el momento menos oportuno para recordar quién es uno en realidad, en un sentido negativo. En un viaje a Piura con su padre y hermano mayor, la protagonista advierte en los rasgos del guardaespaldas de su progenitor semejanzas genéticas más que sospechosas entre uno y otro, pero no se atreve a preguntar. Saber más de lo que ve y oye cuando la creen dormida sería hallar más retratos simbólicos de su abuela y, por tanto, más motivos por los cuales avergonzarse y ver amenazada su endeble felicidad.
Pero no todo es negativo en estos descubrimientos azarosos. Quizá la situación más simbólica de este hallar sin preguntar y dejar todo suspendido en la incertidumbre sea el momento suscitado, en una zona emergente de Piura, en que la protagonista decide recorrer un parque muy bien mantenido que contrasta con el contexto. Refiere la protagonista: «Terminé llegando al recinto circular que resaltaba en el centro mismo del parque. Allí, rodeado por cuatro bancas de madera y hierro forjado que se mantenían muy bien pintadas, pude ver el pedestal que sostenía una placa metálica que informaba que ese parque había sido construido cinco años atrás con fondos donados por un anónimo benefactor bajo el mandato del alcalde distrital cuyo nombre figuraba con letras medianas. La placa también resaltaba con letras grandes y plateadas el nombre del parque: Esmeralda».
Todos estos recuerdos y reflexiones preparan a la protagonista y al lector para enfrentar con mejores armas lo que sucederá en las últimas páginas de la novela: la fiesta y el exceso, el desmadre, la juerga desenfrenada, la euforia y el delirio que ululan hacia una revelación proporcionada por una heroína sin nada de heroína, un choque brutal con una verdad tan impactante como estremecedora. Sería de muy mal gusto referir el gran descubrimiento que le cambiará la vida a la protagonista, que la convertirá violentamente en adulta, que la obligará a ser mujer de un minuto a otro, y a tomar quizá la decisión más dura y difícil de su existencia. A lo mucho solo cabe puntualizar que la clave para hallar la verdad está oculta en ella misma como un código genético porque ella es el centro de su familia, y esta, a su vez, de una amplia red de algo peor que el desconcertante hallazgo de la cabeza de un hombre embutida dentro de una damajuana. Esta figura disparatada, en el extremo de una secreta y valiosa colección de piezas prehispánicas, se menciona varias veces en la novela en las páginas doce, dieciocho, treinta y treinta y siete, y claro, en la ciento diez, donde ya no hay vuelta atrás, hacia la niñez, la despreocupación y la inocencia, porque la  verdad ya convirtió a la protagonista en una mujer vacía, melancólica y condenada a la soledad. Pero eso solo es el comienzo de una confrontación más desgarradora que se relaciona con el hecho doloroso de abandonar todo lo que se ama, toda posibilidad de amor o construcción de una relación sana, sin tormentos ni trampas. Karina Pacheco no baja el pulso para rematar su novela con el final perfecto de una protagonista moral y éticamente imperfecta, que no logra el consuelo de sacarse de la cabeza la única pregunta que le carcome una y otra vez el corazón, y el triste recuerdo de dieciocho orquídeas que no consiguieron ser inmarcesibles.